Invitar a los niños a descubrir, experimentar y vivenciar.
Apuntar a concientizar acerca de la importancia de conocer y respetar la naturaleza.
Revivir aquellos rituales que nos conectan con nuestra madre tierra y favorecen los lazos entre los niños.
Estar al aire libre, plantar, desmalezar, observar, oír, sentir, cosechar…. todas actividades simples y muy beneficiosas en el neurodesarrollo, pero faltas en la vida de la mayoría de los niños.
Por ejemplo, sembrando en la huerta se aprenden valores que se incorporan y se quedan para siempre en la memoria.
Proponer una mirada diferente, una mirada que capacite a los niños y facilite su exploración. El aprendizaje en un mundo natural, accesible para todos y presente en los elementos que nos rodean.
Lo más interesante de estas experiencias es que el niño como protagonista posee todos los recursos para vivenciar el aprendizaje. Somos nosotros ahora, los que tenemos la oportunidad de facilitar esos espacios y convertirlos en propios. Y para ello hace falta reconocer su importancia y su actual falta, volver a darle entidad al tiempo al aire libre.
Al hablar del contacto con la tierra, estamos describiendo una actividad que, como pocas otras, se relaciona con un micromundo repleto de virtudes: contemplación, creatividad, templanza, inspiración y, por qué no, autonomía. Estos son todos recursos individuales que la mayoría de las veces se dan espontáneamente guiados por la naturaleza.
A saber, la huerta orgánica cumple un rol didáctico y terapéutico, ya que valorar el trabajo realizado, ver los frutos de su esfuerzo e interactuar con la naturaleza, refuerza la autoestima de los niños y los conecta con sus posibilidades sin importar las diferencias que cada uno presenta.